Reflexión sobre la muerte: El sentido del muerto.



Son las 12 de la noche de un día frío, triste, no sé si tanto por condición climática como por el agobio de las experiencias que muy recientemente me tocaron atravesar. En el transcurso de estas últimas dos semanas murieron dos familiares, se borraron como de un plumazo, desaparecieron de mi vida y de la de todos dos personas con nombre y apellido, de carne y hueso ¿Qué son hoy? ¿Nada? ¿Apenas un rostro que, como yo, otras personas intentan no olvidar? No pretendo hablar del dónde estarán, ni resolver alguna incógnita existencial del adónde se llega cuando la espada de Damocles que es la muerte cae sobre nuestras cabezas. Lo mío es solo divagar, como hago casi siempre que el silencio me encuentra solo y estupidizado (¿o estimulado?) por una copa de vino.

    Para empezar, voy por lo obvio, siempre me llamó la atención la muerte, y ya sé que mencionarlo no dice mucho ni me hace singular o distinto al resto de los mortales, todos nos ponemos a pensar en la muerte de vez en cuando, pero siempre que a uno lo roza más de cerca, lo pone obligadamente a pensar el doble, ya sea por ejercicio intelectual o por la necesidad de encontrar algo para no sucumbir en la angustia de los sinsentidos que ella trae consigo. Hace días que entre lágrimas y trajines cotidianos no paro de preguntarme lo mismo, una y otra vez, ¿cuál es el sentido de la muerte? En realidad, ¿cuál es el sentido del muerto?

    Perdón la autorreferencialidad, pero lo que me dispuso a escribir todo esto es el hecho de que hace unos días me recibí de la universidad y con disculpas presentadas, me justifico diciendo que menciono el hecho porque rodeado de vida, alegría y felicitaciones, cuando levantaba la cabeza en la defensa de mi tesis, faltaban dos familiares en primera fila. ¿Por qué? Porque murieron, y así como así, no pudieron estar en mi tesis, desaparecieron de la faz de la tierra, pero no tanto. Me explico un poco mejor.

                La muerte no es desaparición

Otra vez autorreferencial, sí, pero de pequeño, muy de pequeño como para que me diera cuenta en aquel momento del valor de tener charlas tan anticipadas de la muerte, hablaba con un amigo de las ausencias que deja el que se va. Era él muy pequeño también cuando su abuelo abandonó la existencia después de una larga y poco feliz agonía. Al principio, ninguno de los dos decía nada, porque como casi siempre, al principio al muerto se lo ahoga en la garganta, se lo reduce a un recuerdo que uno mismo tiene que disputarle al tiempo, al recién fallecido se lo lleva guardado en el pecho apretando la garganta a hacer la tarea, o al trabajo, a la rutina de todos los días. Pero como el muerto no es rencoroso y no le importa demasiado, reaparece con el tiempo en cosas, lugares, nombres propios, un sonido, un olor, un color. Sin que lo llamemos, el nombre del ausente recupera el lugar que a los tumbos intentamos arrebatarle. Digamos que ¿a las semanas? ¿A los meses? No importa, él reaparece.

    Volviendo al caso de mi amigo, con el muerto reaparecido, los dos nenes ensayábamos siempre alguna explicación artesanal entre los dos, como para no molestar a los más grandes con la inquisitiva y molesta curiosidad de los más chicos, él con tristeza y probada inteligencia, yo con probada estupidez y buenas intenciones. De todas las explicaciones que pudieron elaborar dos sujetos de 8 años, no me quedó ninguna, pero sí me quedó una imagen que hoy recuerdo muy nítidamente cada vez que alguien menciona un nombre que ya no existe, la de mi amigo besando un viejo retrato de 20 x 30 en el que él todavía estaba abrazando a su abuelo con una mano, mientras que con la otra sujetaba una pelota de fútbol.

    Si hoy traigo esa imagen acá, no es porque la recuerde con tristeza, sentimiento egoísta a veces cuando uno recuerda al muerto, sino porque me permite agarrarme de algo para explicar un poco mejor lo que quiero decir, que el muerto no desaparece, el muerto no muere en la medida que nosotros no lo matemos con lo que hacemos. Atención, lo de la foto es apenas un ejemplo trivial de cómo el muerto reaparece, ya mencioné que hay muchas maneras de que el muerto reaparezca, pero nosotros mismos podemos traerlo de una forma mucho más significativa, haciendo.  

    Borges solía decir siempre en entrevistas y en poemas que “la meta es el olvido”. Arrogante o no, no comparto el análisis de mi maestro, muy por el contrario, creo que la meta es el recuerdo. Cada persona que se cruza en nuestras vidas es más una serie de experiencias que configuran recuerdos y enseñanzas que carne y hueso condenado a la extinción terrenal. Por decirlo más simple, el muerto es menos una entidad biológica, y más un ser espiritual que sobrevive en otros lo quiera o no. Digamos que para bien o para mal, todo cuanto haga una persona empieza lentamente a pertenecerle a los demás, y ya no a sí mismo. Y la mejor manera de honrar a los que estuvieron antes y heredar algo a los que vienen después es regalando bellos recuerdos.

    Seré más concreto, los dos lugares que faltaban en la defensa de mi tesis de grado no estaban en realidad ausentes, estaban latentes como un corazón bajo tablas, presentes en miles de recuerdos y enseñanzas de las que me hago felizmente responsable de repetir y regalar a otros. Una charla sobre el valor de la amistad que sostuve con mi tío antes poco antes de que parta es la foto que besaba mi amigo a sus 8 años, los buenos recuerdos de los momentos compartidos son la pelota de fútbol que él llevaba, y el retrato de 20x30 es el carácter de bien que lucharon por inculcarme todos los familiares que tengo y que también, lamentablemente, van a morir, solo biológicamente, algún día. El cristianismo, ese del que nunca podremos escapar aunque querramos, habla de llevar la cruz con alegría. Llevar la cruz con alegría es llevar el legado de bien de los que ya no están sobre nuestras espaldas.

    Como les dije, hoy escribo esto desde un departamento frío y angustiado, con una ciudad que se va a dormir desde sus ventanas. Son las 2 de la mañana. Cuando amanezca y me disponga a arrancar el día, mi beso a la foto de mis familiares, la cruz que tengo que cargar, es la de salir al mundo e intentar representar al que hoy me hicieron ser, para regalar buenos recuerdos, y que, cuando me encuentre ese ladrón silencio que entra por la noche llamado muerte, reaparezca en la gente que quise de la forma más linda posible, como un buen tipo, como reaparecen hoy mis difuntos.


Al tío Oscar

A Nati

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