La grieta ni es nuestra ni es para tanto
Hace pocos días, el escenario político mostró indicios de la posible capitalización política de una tendencia que hace no mucho tiempo viene apareciendo en boca de algunos políticos que buscan perfilar candidaturas de cara al 2023, el “antigrietismo”. Con Córdoba como cabeza de playa, el antigrietismo busca presentar a la ciudadanía una opción electoral “limpia” y “descontaminada” de lo que algunos consideran uno de los mayores males de la política argentina, la grieta, ¿es para tanto? ¿es posible una política sin grietas?
Comencemos nuestro andar recuperando un poco de historia. Cuentan las crónicas de tiempos antiquísimos que incluso antes de que Cristo naciese, existía la grieta, de una manera que hace que se deba salvar las diferencias, pero existía. Ya en Roma, promediando el Siglo II a.C, un político muy reconocido entre sus congéneres llamado Catón el Viejo cerraba todos sus discursos, cualquiera fuera el tema del que se tratase, con una frase particular que bregaba por la total eliminación de los enemigos políticos de la República.
“Por lo
demás, pienso que Cartago debe ser eliminado”, decía Catón, y dejaba bien en
claro que para que los buenos romanos existiesen, los malos cartagineses debían
desaparecer.
Sabrá el
lector que Cartago era la única nación en el mundo capaz de representar un
peligro para la hegemonía romana y sabrá además que la cosmovisión de aquel
entonces implicaba preferir lo romano y rechazar lo no-romano con el execrable
epíteto de “bárbaro”. Pero el fin de recuperar este curioso hecho histórico no
es el de aburrir ni encontrar algún tipo de relación entre la Roma antigua y la
República Argentina, sino advertir que las diferencias en lo que a lo
político se refiere, son carne de cañón para cualquier construcción política
desde muchísimo tiempo. Antes incluso de que existan el peronismo o el
radicalismo, lo juro.
Quien
mejor teorizó sobre el antagonismo y la polarización en política, ya desde un
enfoque más interno que externo fue tal vez Carl Schmitt, para quien la esencia
de la política misma reside en la distinción constante entre el amigo, el que
está con nosotros y el enemigo, el extraño, el ajeno. Uno de los puntos más
importantes del pensamiento schmittiano es que el enemigo en política, muy al
contrario de lo que se podría pensar, es el garante de la paz y el que mantiene
al juego político andando, ya que reafirma la identidad al tener con qué
contrastarla, pero también obliga a reconocer las diferencias. De una manera
más simplificada, sin la existencia del otro, no podemos ser nosotros y al
reconocer que hay otros, domesticamos las diferencias y las normalizamos como
parte del juego.
Pero dado
que Schmitt es reconocido como uno de los teóricos que sustentó, por lo menos
desde la teoría, violentas prácticas que apelaban a lo diferente como
justificación, la pregunta que aparece es ¿cuál es el límite a la polarización
o cuándo hay que limitarla? La pregunta es en sí misma y por obvias razones,
inexcusable. Veamos.
Algunas
respuestas que tienen gran asidero en la política últimamente suelen asociar
polarización a violencia política, formulando soluciones que implican eliminar
diferencias entre espacios muy disímiles entre sí a través de consensos, pero
¿qué tan cierto es un consenso entre iguales? ¿cuánto se debe sacrificar en pos
de una pretendida cercanía entre fuerzas políticas? ¿el consenso eliminará
también la comparación entre unos y otros o las marcadas diferencias a la hora
de resolver temas de agenda?
Formulemos
otra respuesta más benevolente con la polarización y con el espíritu de este
artículo que parte de Hannah Arendt y que dice que el límite al antagonismo,
necesario en política, es la deshumanización. Cuando la polarización reduce al
otro a la figura de un “nada” y cuando con justificaciones ideológicas o
identitarias se violan derechos humanos o se acometen intentonas golpistas en
contra del juego democrático, ahí es cuando el límite se debe hacer valer. Y
ese límite debe ser una construcción de dos sentidos, desde las instituciones
formales y desde la sociedad civil en su aspecto más informal.
Hasta
aquí, tal vez se haya podido ya ver el primer punto que se pretende hacer, que
tal vez sea obvio, pero que no obstante parece necesario: “la grieta” es una
estrategia política de antaño, cuya utilización no es, como tendemos a hacer de
casi todas las cosas, un patrimonio exclusivamente argentino. Nuestra
famosa grieta bien podría asimilarse a la polarización que acontece en Estados
Unidos entre Demócratas y Republicanos, en España entre el PSOE y el Partido
Popular, en Uruguay entre Blancos y Colorados o en Brasil entre el Partido de
los Trabajadores y el Partido Liberal. Considerar que todos los países listados
tienen una enfermedad endémica urgente y que no les permite avanzar, como se
suele diagnosticar aquí, es una sobresimplificación, al menos si lo que se pretende
es resolver algo.
Un segundo
punto importante y poco recuperado, es que el alcance de la grieta parece
estar bien contenido por nuestras instituciones democráticas, o que la grieta
no es para tanto. Para justificar esto basta con ver que al, afortunadamente
fracasado, intento de magnicidio a una de las figuras más polarizantes del
país, le siguieron mensajes condenatorios de todo el arco político partidario y
el repudio entero de casi toda la sociedad argentina al atentado y a los
perpetradores. La sociedad argentina puede estar ideológicamente fragmentada,
pero ello no implica que se vuelva a tiempos oscuros de nuestra historia. Lo
que se ha podido ver desde la vuelta de la democracia hasta aquí es que la
grieta no agrieta la democracia.
El juego
político es una cosa tan maravillosamente imprevisible que inclusive nuevas
estrategias de polarización aparecen constituyendo nuevas “grietas” en el
escenario político nacional. Nuevos outsiders que asoman y que buscan hacer
crecer su caudal electoral construyen una nueva grieta (con un apoyo electoral
no despreciable) que es la que divide a la sociedad entre “la gente” y “la
política”, entre “los laburantes” y “la casta”, entre “los honestos” y los
“chorros”. Por otro lado, el nuevo polo “antigrietista” mencionado al principio
de este artículo es en sí mismo, y paradójicamente, una grieta, que se juega
para sus partidarios de la siguiente manera, los anti-grieta, moderados en
busca de consensos interpartidarios, y los “grietistas”, políticos extremistas
y polarizantes sin voluntad conciliadora.
Por lo
pronto y para finalizar, este artículo buscó poner de relieve algunas
cuestiones, que la grieta (o la polarización) existe desde siempre, que por lo
tanto no es un patrimonio exclusivamente argentino y que, por lo menos en
nuestro caso, no vale la pena preocuparse demasiado.
Respecto
del futuro político de cara a un año electoral, muy pocas cosas son seguras.
Resulta imposible saber qué lado de las grietas en juego convencen más al
electorado o qué tanto apelaría a la ciudadanía un discurso libre de polaridad.
Lo que sí es seguro es una cosa, que la grieta seguirá existiendo, tal vez
bajo otras formas, pero allí estará, como estuvo ayer y como está hoy. El
lector que llegó hasta aquí tal vez haya podido advertir que este artículo bien
podría haberse llamado también “nada nuevo bajo el sol”.
Artículo publicado en El Estadista. También disponible allí: https://elestadista.com.ar/politica/la-grieta-ni-nuestra-ni-tanto-n56077
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